Cómplices

Advertencias y avisos

Querido lector, querida lectora a partir de este momento, Euritmia en la Red ha eliminado de sus contenidos la novela corta "Alas rotas", cuya primera versión fue escrita en el verano de 2003.
Como explico en el post correspondiente la razón se debe a que la editorial "La Esfera Cultural" ha decidido publicarla en papel.
Puede adquirirse si pulsáis en ESTE ENLACE

VERSIÓN EN AUDIO DE ALAS ROTAS

Introducción a la versión en Audio.

domingo, 30 de agosto de 2009

MAÑANA AMANECERÁ (III)

La clase del curso anterior. Nuestra odiada y añorada clase. Esos pupitres de madera no muy noble que guardaban, además de nuestros libros, nuestros secretos; quizá, también, algún poema, que era un trozo de libro que no se escribiría nunca: el secreto por antonomasia de nuestro corazón.
Nuestra clase de colegio de curas, de colegio de personas de clase media. ¡Qué definición tan ambigua! En el fondo, para muchos, era una mentira piadosa, y para algunas familias, un hermoso panteón donde sus ínfulas se sepultaban para siempre.
Allí, donde, diariamente, sufríamos el tormento de llenar nuestro espíritu y nuestro intelecto de conocimientos que, algunas veces, nos han servido de forma práctica... aunque tampoco la cosa fue tan dolorosa o traumática, como muchos han dicho, al menos para mí, porque, por lo menos, aprendí dos cosas: que en el mundo hay más gentes que uno mismo, y que dentro de mí anidaban tantas posibilidades como fuera capaz de encontrar, sólo tenía que buscarlas.
Allí, donde tímidamente empezábamos a conocer el existir de los adultos fuera de nuestras familias...
Allí, donde nos preparábamos para ser competitivos en este Planeta duro, difícil, disparatado...
Allí, donde las sensibilidad del espíritu se encauzaba hacia la religión... O donde la religión encauzaba buena parte de la sensibilidad del espíritu.
Allí, donde comprendimos y pasamos el cambio de la dictadura a la democracia, porque en nosotros mismos, en nuestro interior, se obró también aquella profunda transformación...
Era agradable recordar aquellos años placenteros, si se comparaban con el mundo universitario, que fue la primera muestra de la despersonalización en nombre de la ciencia y la cultura... Y por ser la primera, acaso la más dura, la que más marcas dejó. La que me dejó el regusto amargo del confuso marasmo, del anodino anonimato, de la estéril competitividad.
El colegio, en ese curso, había sufrido una cambio trascendental: el COU-INTERCENTROS. Era la unión de los colegios religiosos de Euritmia para luchar contra la huida de los alumnos a los Institutos, una vez llegados a este curso. Era una forma de abaratar los costes de las matrículas, probablemente ahorrándose parte del profesorado. Pero la parte empresarial del asunto para nosotros era tan invisible, que ni existía.
Se trataba de una antigua idea que se fraguó casi a la velocidad a la que se fragua el ámbar, y nuestra promoción fue la primera en que cristalizó tal idea.
Para mi propia vida, fue tan importante que, por no dejar el colegio, comencé a trabajar. Así, al menos en teoría, ayudaba a mis padres al pago de la audaz factura para nuestra economía. Pero sólo en teoría. Nunca me aceptaron ni una sola peseta.
Quienes formamos esa primera promoción, fuimos conscientes, desde el principio, de la importancia que tendríamos para el futuro. Por vez primera, en nuestras cortas vidas, seríamos protagonistas de un suceso que tendría trascendencia después de nosotros. Dicho de otro modo, desde el curso anterior, teníamos un poco de historia. Fue un año duro y maravilloso, en cuanto a las experiencias personales se refiere, que, por supuesto, endurecieron el resto de las actividades académicas y extra académicas.
Las chicas llegaron por vez primera a nuestro colegio, que incluso tuvo que afrontar cambios en la distribuición de algunos lugares, como la construcción de servicios y vestuarios acondicionados a la presencia femenina en un territorio secularmente masculino. Y este fue el verdadero y radical cambio para nuestros dieciseis o diecisiete años, ellas impusieron su belleza, su estilo, y sus formas. Unas veces, unidas a una gran profundidad, en otras, la unión era con la superficialidad más perfecta y plana. Es decir, que eran como nosotros, sólo que en mujer, lo que les dotaba de un plus de misterio, de un perfume de perfección, que nos atraía como hechizados. Muchas parejas ya formadas, se destruyeron durante el curso, como los azucarillos en el café; se formaron otras nuevas; para los cursos de letras, además, fue fundamental, aunque tantos años después, suene anacrónico, la experiencia vivida en las convivencias, como las llamábamos, de aquel curso, pero así fue. Allí un grupo de veintitantas personas nos conocimos un poco mejor.
No exagero, cuando digo que nuestra experiencia vital, o existencial era la de encontrar pareja.

Mientras me desperezaba en la cama, también recordaba los ratos pasados en los recreos, cuando el patio del colegio bullía de entusiasmo con las ganas de la adolescencia, que durante treinta minutos se expandía con fuerza. En el campo de baloncesto, unos cuantos de los más pequeños, se afanarían por atrapar su balón que, segundos antes, habría sido robado por alguno de nosotros.
Cada recreo lo mismo. Llegaba raudo al bar, Ramón, ponme una cerveza. El bar del colegio, aquel curso, también fue escenario de los cambios profundos, e impensables hacía un par de cursos, simplemente. Los curas cerraban las puertas, y los ojos, la mayoría de las veces. Se veían parejas. Incluso alguna solía estar de la mano, contemplándose con arrobo. Las mujeres ocupaban territorios tradicionalmente nuestros: las mesas de nuestras partidas a las cartas, las del ping-pong, la barra del bar... Con tantas personas, la atmósfera casi era irrespirable, los que no fumaban lo debían pasar bastante mal.

Ahora que escribo todo esto, tantos años después, me resulta chocante, pero era tal cual lo he descrito. Los aires de libertad políticos, los aires de libertad provenientes de la necesidad de competir con los Institutos, y la energía de nuestra edad, dieciséis, diecisiete años, hacía posible tantos cambios: fumar en las dependencias colegiales, no en clase, claro; consumir alcohol de baja graduación, vino, cerveza; jugar a las cartas. Para nosotros, la transición fue vertiginosa y honda, global y radical, pues vivimos tres al tiempo: la personal, la colegial y la política, nada menos.

Ramón era el encargado del bar, era amigo de todos nosotros y parecía no afectarle el aumento de su trabajo para preparar los bocatas, sobre todo, los de tortilla, que se llevaban nuestras preferencias. Claro, que esto último, lo del aumento de trabajo, digo, habría que preguntárselo a Teo, su mujer. Colocaba el botellín ante mí y me preguntaba con esa sonrisa especial, como de medio lado, ¿Y de pincho? Echaba entonces un vistazo a lo que veía por encima de la barra, Una banderilla... Aunque, a veces, la tentación era invencible, No, mejor medio de tortilla.
Precisamente en aquel lugar, en uno de esos momentos de humo, cervezas, cafés, gritos y tortilla, se gestó la idea de publicar un libro con mis mejores poemas. Mi profesora de Lengua tuvo la ocurrencia. En medio de aquella ruidosa turbamulta, una mariposa rozó mi corazón.
De pronto, al menos a mí se me pasaba muy rápido, se oía el silbato, era como el final de la libertad, el comienzo del suplicio.
Algunas veces, cuando escuchábamos ese sonido estridente y odiado, Felipe y yo éramos incapaces de volver a clase y nos íbamos. La conversación era rápida, en voz baja, casi siempre la misma, unas veces la empezaba él, otras yo, pero se repetía con cierta asiduidad, ¿Y dónde vamos?, Yo qué sé. ¿Al Horno?, Es lunes está cerrado. ¿Al Carro?, Venga, mientras haya jaleo en el patio. Acaba ya la cerveza, Voy, pesado.
La salida era veloz y arriesgada. La verdad es que, a esas horas de la mañana, tal y como estábamos, se hacía duro continuar. Salíamos corriendo, y, al final de la última clase, regresábamos a por nuestros libros... Si nos enterábamos de que la ausencia había sido notada, preparábamos justificantes falsificados, pero era más fácil falsificar los partes de asistencia, y fiarnos de que el profesor o profesora no los cotejara con sus listas. Alguno de ellos, no apuntaba nada en ellas, ni siquiera la pasaba. Jugábamos con eso. A algunas clases, por duras, cuesta arriba o áridas que fueran, no se nos ocurría faltar. Ni siquiera planteárnoslo.
Era una suerte haber crecido tanto. Ser jóvenes, por fin. Teníamos la sensación de que delante de nosotros se abría el futuro, y éramos los verdaderos depositarios de sus tesoros: nosotros, sólo nosotros.
Una vez en la calle, caminábamos con parsimonia. No nos importaba mucho que alguien nos pudiera ver. Los lunes la conversación era la misma. Normalmente empezaba yo el interrogatorio. ¿Qué hiciste ayer?, Estuve con Verónica. La respuesta me animaba a comportarme como si fuera un experto consejero sentimental, Pero, ¿te decides o no?, Yo qué sé. Felipe era mi mejor amigo. Al menos del colegio. Entonces creía que tenía muchos mejores amigos. Él era el mayor de varios hermanos. Era muy delgado, más alto que yo, aunque aquel curso menos de lo que lo había sido, pues yo había estirado más que él. Tenía un problema de dicción que, a veces, hacía complicada la comunicación con él. Para alguno de los profesores, casi imposible. Para mí, sin embargo, después de tantos cursos juntos, incluso físicamente, pues nuestros apellidos son casi contiguos alfabéticamente, no suponía ningún esfuerzo. Todo lo contrario. Además de las mujeres, o el sueño de la mujer perfecta, que era lo mismo, nos encantaba la política. Discutíamos de ella por discutir, porque también nos encantaba discutir. Muchas veces, tras una larga conversación repleta de circunloquios, sofismas, utopías, incorrecciones históricas, informaciones falaces y divagaciones desesperantes, su punto de partida era el mío de llegada, y a la inversa, con lo que, la disputa podía comenzar de nuevo, pero cada uno sustentaba la opción contraria que al principio. En teoría, él era moderado, y yo, más bien, lindaba con ciertas teorías ácratas, revolucionarias y románticas. Una especie de socialista utópico de finales del veinte. Un extraterrestre. Pero en España, por entonces, había más de uno. Por tanto, yo era un idealista, también en política, que jamás se había planteado, con los pies en la tierra, ninguno de los temas de los que hablaba. Sólo me había formulado dos temas en serio: la afición a la poesía y mi amor a las mujeres, o al sueño de mujer ideal, mejor dicho. Como se ve, dos cuestiones científicas y concretas. No había leído a Platón, pero sabía mucho de imágenes ideales. Y, sin darme cuenta, descubrí, poco después, que Aristóteles estaba más cerca de la realidad... Pero yo seguía aquella mañana, como tantas otras, a lo mío, ¿Qué tal os van las cosas?, Lo veo muy negro. Tras unos segundos de pausa, añadía, Unas veces parece que está a punto, otras parece que está a años luz, yo qué sé ¿Y tú qué?, mucho preguntar, pero no sueltas prenda. Me encogía de hombros... Cada semana era lo mismo.
La calle Arcipreste de Hita, hasta donde habíamos llegado calmosamente, estaba llena de amas de casa que aún realizaban su cotidiana compra en las carnicerías y pescaderías. Por entonces, las pescaderías sí abrían los lunes. En una calleja muy estrecha y muy corta, callejón Estrecheces, lógicamente, que sale a mano izquierda de la otra, muy cerca ya del Puente, existían dos bares.
¿Cómo en una superficie tan raquítica se puede despachar tanto alcohol? Euritmia, como buena parte de España, es tierra de bares. Sin embargo, en este negocio es rara la competencia desleal. Si uno para normalmente en una taberna, no es imposible que acabe en otra. Con lo que, cuantas más tascas, más negocio, o eso me parecía.
En el más pequeño de los dos bares, introdujimos nuestras gargantas ávidas de líquido rubio. Era muy pequeño y acogedor, por lo que se llevaba nuestras preferencias a esas horas matutinas. No hacía falta que nos consultáramos. Era indiferente quién pidiera. Siempre acertaba. Dos cervezas, ¿Qué os pongo de tapa?, ¿Hace una patata brava?, Vale.
Felipe, como siempre también, tras un breve sorbo, dejó su cerveza en la tosca mesa, se dirigió a la máquina de discos y puso una canción, quizá dos. El aire se llenó de melodía. Durante bastantes segundos, el silencio fue volando con las notas musicales hacia nuestros recuerdos más presentes...
Desde luego se hacía difícil entenderlo, sobre todo, si hablaba con la boca llena, ¿Tienes posibilidades reales con esa chavala? Antes de responder, bebí un largo y lento trago, le miré a los ojos, por ver si había escondido algo detrás de aquella pregunta tan simple. Al final, le respondí la verdad. Aunque no toda la verdad, No lo sé. No añadí que tenía miedo de saberlo, un miedo terrible a que me dijera que no. Él había tomado el relevo en lo que a consejero sentimental se refiere, y siguió contumaz, como si me devolviera mis impertinencias, ¿Y a qué esperas? Alguien más llegó a aquella taberna, momento propicio para desviar la vista y pensar en una respuesta no muy comprometedora. Ante el mejor de los amigos, se busca ocultar la verdad. Es poco práctico y un tanto ridículo, poco recomendable, en suma, pero, por ser nuestros amigos, los más entrañables, preferimos tapar la verdad, sin mentirlos, y cambiar de tema, o devolverle la pregunta, como un interminable partido de tenis jugado a la defensiva, ¿Y tú qué? También, antes de responder, bebió y me miró, Más o menos igual que tú. Nos reíamos ante la identidad de nuestros problemas. Nos reíamos, porque comprendíamos sin palabras lo que le ocurría al otro... Y la comunión en la desgracia, en la inseguridad y en el miedo, une mucho.
Poco después, cuando la Primavera abrió sus ojos, Felipe consiguió que Verónica lo tomara en serio, o Verónica consiguió que Felipe la tomara en serio, que esas cosas nunca se saben. Yo fracasé con la otra chica, la primera de aquel curso.

Pensaba en todos estos detalles, y en otros muchos, antes de levantarme de la cama para ir a mi clase de Magisterio, uno metros más arriba de mi casa: la Universidad estaba tan cerca, tan a mano, tan cotidiana, que nunca tuvo para mí ese encanto especial de algo nuevo y apasionante, como de aventura. Seguro que exagero, y probablemente, fuesen así todas las facultades, pero nunca me sentí universitario, qué le vamos a hacer. Por ello, quizá, es por lo que, tantas veces, me acordaba del curso anterior. Ese sí fue un curso espectacular. No existe palabra que lo defina mejor. Los profesores no se lo terminaban de creer. Dudo que haya habido otro como aquel. Si lo ha habido, no ha tenido algo irrepetible: nosotros fuimos los primeros, y eso, cuando bien, tiene un plus en el recuerdo de todos.

Comparaba a los compañeros de aquel curso, con los de éste. Poca diferencia, quizá el sentido de compañerismo que se perdía gradualmente. O de amistad. Pero era prejuzgar, pues casi no llevábamos ni tres meses juntos.

domingo, 23 de agosto de 2009

MAÑANA AMANECERÁ (II)

El grupo alborotador salía de la fiesta. La contemplación de sus mejillas delataba estrepitosamente la evidencia de la diversión. Se podría pensar en bailes y en saltos ¿Se podría pensar en bebidas consumidas subrepticiamente? A algunos, además, acaso, les descubrieran los ojos algo afiebrados, y, a los menos, la voz.
Aquella tarde, el grupo se había ampliado. En realidad eran dos grupos que se habían soldado por accidente, a causa de la fiesta, a causa de los normales flujos de las relaciones humanas, tan similares a las mareas. Y el nexo común era Gabi. El inefable Gabi. Las conversaciones tangenciales, de breves frases, como cortadas por una navaja, sonaban a diálogo cíclico, monocorde, reiterado. Ha sido genial. La respuesta, que por las palabras pudiera parecer ofensiva, en realidad, por el tono, era de confiada camaradería, No has dejado un momento a Noelia. El otro, que parecía ofendido, sin embargo, quería ser gracioso, Será porque me aburría en otro sitio. Pero la respuesta era contundente, y a la defensiva, O porque te lo pasabas bien allí. El desplante, conclusivo, Además, ¿a ti qué te importa?
Era domingo. Sin remisión, el invierno había anochecido hacía varias horas, al menos tres. Hacía frío. Un frío contundente, con premoniciones de hielo desgarrador. Instintivamente, nos arrebujábamos en las prendas de abrigo. Con esta pequeña acción, además de la protección y de intentar preservar el calor corporal, todos nos aislábamos. Los pensamientos propios, íntimos y secretos ocuparon el espacio que había estado abierto a los demás.
Los nueve dejamos la diversión para que el frío despabilara las mentes embotadas antes de llegar a los respectivos hogares, o eso dijimos. En aquel gesto mínimo, imperceptible por repetido, se escondía, también, el deseo de alargar el tiempo, que parecía dichoso, porque jamás sería recuperado; pero, entonces, no lo sabíamos; o no lo decíamos, que podía llegar a ser lo mismo.
Aquel grupo circunstancial lo formábamos a aquellas nocturnas horas dominicales tres parejas y tres solitarios que anhelábamos inaugurar un dúo. Ese era el problema mayor, o por decirlo filosóficamente: nuestro problema existencial era tener o no tener una chica a la que acompañar a casa con el robusto brazo por encima de su espalda, después de haber bailado muy pegados a ella, y, acaso, haber intentado besarla, o, mejor aún, haberla besado sin pudor y sin pausa. Eso era lo máximo.
De pronto, aquel grave problema existencial pareció pueril. Nos metieron en otro. Y ése, al que nos lanzaron, sí que fue existencial.
Fer, Fernando, y Noelia llevaban poco tiempo saliendo juntos, menos de seis meses. Lo suyo, según explicaban los que sabían, fue accidentado y curioso: Noelia dejó a Luk, Lucas, o Luk dejó a Noelia. Dependía de quién lo contara, la versión, el matiz, era uno u otro. Fer dejó a Olga, u Olga dejó a Fer. En este caso, realmente no se sabía muy bien; ni ellos mismos. Lucas desapareció del mapa: se fue a la mili voluntario, nada menos que dos años, algunos dedujeron que despechado y con Noelia. Lo de Olga..., bueno, lo de Olga fue distinto. Y Fer, solo de pronto, se encontró a Noelia, sola también...
Pedro y Alicia hacía dos años que eran novios. Tal palabra la utilizaban ellos mismos, sobre todo Alicia. Tanto tiempo, en el fondo, era una eternidad, casi una vida. Formaban una pareja extraña: él muy alto; ella muy baja. Las diferencias, cuando caminaban juntos, entrelazados, eran mucho mayores: parecía que él estirara más aún, o ella encogiera un poco...
Gabi, Gabriel, y Enma eran el dúo más reciente, a penas dos meses.
Pepe, Mario y yo andábamos perdidos, con nuestros deseos de compañía intactos y la soledad como única compañera cierta.
Noelia era morena; sus ojos me atraían por su profundidad verdosa, melancólica, como de valle umbrío, o de laguna oscura y misteriosa; su voz no me seducía menos, pues su timbre, para una mujer, era ciertamente profundo, pero acariciador y suave. Ella, en mis sueños más inconfesables, era una pantera juguetona y peligrosa, pero, ay, tan atractiva. Envidiaba, y él no sabía cuánto, a Fer. Él era alto, fuerte, con estructura de armario rocoso; pero esa fortaleza no resultaba amedrentadora, sino que su sonrisa amplia y ancha, blanca y eterna, lo convertía en una de las personas más afables con las que se podía estar. Por eso, y por la bondad de su corazón, era imposible que yo le odiara porque saliera con Noelia, simplemente le envidiaba.
Alicia, esa pequeña de pelo castaño enormemente largo, que le cubría la espalda, risueña como un amanecer de primavera, a mí se me aparecía demasiado infantil, casi como una muñeca de porcelana: su estatura, sus proporciones, lo nacarado de su piel, su risa de tonos agudos... Pedro me era ajeno. No por nada, sino porque no vivía en Euritmia. Su única relación eran algunos fines de semana esporádicos, aquellos justamente en los que Alicia no quería irse con él a solas. Ella sabría por qué. A lo mejor, tampoco lo sabía, sino que prefería, también, estar con nosotros. A pesar de su estatura, cerca del metro noventa, no parecía fuerte, sino que su extrema delgadez acentuaba más aún lo alargado de su cuerpo.
A Enma a penas la conocía. Lo único que puedo decir de ella es que me parecía tan tímida, que, la mayoría de las veces, me daba miedo hablarle, mirarle, incluso, a los ojos que parecían haber robado un pedazo de cielo. Gabi, el rubio literato, bohemio y soñador, perseguidor infatigable de ideales, uno tras otro. Y conseguía transmitirnos la sensación de que todos eran alcanzables, más aún, la mayoría de las veces nos situaba en la senda para intentar acariciarlos, al menos. Era, en cada cosa, apasionado como un tango. Apto como pocos para el liderazgo, y para la organización, daba igual lo que fuera: una revolución o una juerga. Casi todo lo organizaba y lo organizaba bien.
Pepe era inseparable de Gabi, como su sombra corpórea. El que éste anduviera con Enma, no le sentaba muy bien: se le veía sin norte, despistado. Se alegraba por Gabi, claro que sí, pero él andaba perdido, como si, de pronto, caminara por encima de las aguas, apunto de ahogarse. Pepe había asumido el papel del bufón que aparece en todo grupo, pero con la corrosiva y amarga hondura de los mejores bufones del teatro clásico. Una hondura que a mí, me desconcertaba, a veces.
A Mario nunca llegué a conocerlo muy bien. Además del ensortijado cabello oscuro, lo único que puedo decir de él es que era frío, muy frío. Y reservado. Más reservado que frío, aún. Sin embargo, se percibía que era la típica persona a la que se podía confiar cualquier secreto; y también se notaba que era de esos seres que si les pedías ayuda nunca diría que no.
Tras unos minutos de silencio, me acerqué al rubio, ¿Cómo van los ensayos? Varios de ellos, junto con otros que no estaban por allí aquella tarde invernal, formaban parte de un grupo de teatro aficionado. Cuando formar parte de un grupo de teatro aficionado, era una aventura semejante a una travesía por el desierto. Trabajaban mucho, casi a destajo, con gran ilusión. Llegué a formar parte de la compañía: fui el apuntador de su primera representación. Me contestó con un vago gesto, Tirando, dijo lacónico. Acaso se encogiera de hombros, resignado a la fatalidad. Yo, quizá, tuviera ganas de hablar, y, a pesar de la evidencia de la respuesta, no me conformaba, ¿Sólo? Él, entonces, se justificaba, El caso es que estamos muchas horas, pero siempre falta alguien; es casi imposible que coincidamos para poder ensayar juntos; sólo hemos estado todos el sábado pasado, porque, cuando no puede uno, es el otro quien viene; así se hace difícil. Como si le colocara un trampolín para que continuara, simplemente le respondía, Ya. Y él seguía, Pero en un par de meses estará perfecto para el estreno que será antes de las vacaciones de Semana Santa, ¿Sí?, Sí, hombre, sí; somos capaces de todo, aunque tengamos que ensayar todas las tardes. Me parecía imposible que en tan poco tiempo lograran tal proeza, ¿Y los exámenes? Me miraba, entonces, entre despectivo y conmiserativo, Siempre estás con lo mismo, parece mentira que no nos conozcas; seguro que nos sobra tiempo. Cambió su mirada que hizo más intensa, si cabe, Por cierto, ¿podrás ser apuntador otra vez? Obviamente, me halagaba la oferta, Sí, cuenta con ello; cuando tenga que venir a los ensayos, me avisas, Eso todavía tardará: para febrero, o así.
Sin darnos cuenta, estábamos en la Plaza, tibiamente iluminada, con muy poca gente. El frío, el día, la hora un poco intempestiva ¿Por qué no entramos en El Enebral?, propuso Fer. Entendí que allí pintaba poco. No me apetecía ser testigo de muestras de pasión, cuando a mí sólo me quedaba el vago recuerdo de su sonrisa envuelta en un fresco perfume de violetas, Me bajo a casa, dije como disculpa. ¿Tan pronto?, se extrañó Gabi. Al ser él quien me preguntó, supuse que quería comentar algo más de la obra de teatro. Aunque me extrañó, pues lo vi muy abrazado a Enma, y ella no estaba, aún, en el grupo. Así que acepté, por compromiso, para que viera que me interesaba el tema. Le sonreí, Bueno, pero la última y rápida.
Entramos en el bar. Era un bar con mucho ruido. Era el bar de un hostal que tenía el mismo nombre. Para mí, una ginebra con hielo, dije sin pensarlo mucho. No había bebido aquella tarde. Ni me acordé de tal cosa. Mis pensamientos habían navegado otra singladura, en la que, naturalmente, zozobré una vez más. ¡Serás burro!, me recriminó Noelia con una sonrisa, que devolví encantado.
Como había supuesto, allí pintaba poco. Interpreté mal la invitación de Gabi. Acaso fuera mera cortesía.
Se pusieron todos a lo suyo. Todos con su gente.
Fer y Noelia, en un rincón, nos demostraron lo que se querían. Enma y Gabi hablaban muy quedo, de vez en cuando se reían. Pedro y Alicia habían desaparecido. Pepe y Mario comentaban con amplios gestos extraños, grotescos, algo que no entendí.
Me había quedado solo, como todos los domingos. Ella se había ido temprano. Tenía un horario más restringido que el mío. Unas calificaciones calamitosas el curso anterior eran las causantes. Consumí sin prisas, pero casi sin pausas, mi ginebra transparente, sin prestar demasiada atención a lo que ocurría a mi alrededor...
Cómo me daba cuenta de lo que era la soledad. Cómo comprendía lo que era no tener a nadie. Te encuentras entre tus amigos y, realidad, estás solo... ¿Cómo me sentiría, cuando, ni físicamente, permanecieran a mi lado?
Acabé, obviamente, antes que ninguno. Me despedí, Adiós, hasta mañana. Me respondió el murmullo continuo del bar. Acaso, sólo oyera, al dejarlos, un hasta luego, apenas perceptible, supongo que de Gabi.

Una noche de domingo más, bajé por la calle Imperial rápido, y solitario, a causa del intenso frío, no porque tuviera prisa; ni miraba a las gentes que me cruzaban. Ésta era/es la vía más viva de toda la ciudad: siempre con bullicio, siempre difícil de recorrer a cierta velocidad. Adquirí la habilidad de esquivar a las personas sin perder mi paso, sin dejar que mi pensamiento se distrajera por los rostros que se cruzaban con el mío, sin quemar a nadie con mi cigarrillo sempiterno sujeto por los dedos índice y anular de la mano izquierda...
Pensaba en mis cosas. Pensaba en ella. Hablaba, en silencio, conmigo mismo, Otro día en blanco, sin haberle dicho nada. Si es que soy demasiado tímido, o demasiado cobarde. Parezco gilipollas, no me mates, mira que tenerla entre los brazos, bailando aquello, y callarme... Pero de mañana no pasa, seguro que de mañana no pasa.
Poco a poco, casi sin ser consciente de ello, me acercaba a mi hogar situado, al otro lado del Puente, en la calle de San Pedro, zona más que céntrica de la ciudad...

Sueños de joven recién arribado a esa edad, olvidada ya la adolescencia. Anhelos de quien vive incomprendido. O eso pensaba, porque, la verdad, es que la mayor incomprensión era la propia. Sueños de juventud madura, casi. Sueños que, inútilmente, aspiraban a ser la explicación más fiel, la única, de todo lo que ocurría en lo más íntimo y recóndito de nuestros corazones, cuando, en realidad, eran como los espejos de feria con los que tanto me reía en mi niñez perdida y casi olvidada: deformaciones cóncavas y chatas, convexas y alargadas de la verdad.
¿Cuál era esa realidad? ¿Cuáles eran los sueños que aspiraban a salir de nuestra cueva y pasar al mundo? Quizá sólo uno. Quizá nuestro motor aquellos años fuese que queríamos tener una mujer ideal a nuestro lado; la mujer perfecta, a la que buscábamos con dedicación compulsiva en cualquier mujer, en cada mujer; la buscábamos en la calle, en la clase, en los cines, en los bares, en los versos, en los sueños; la anhelábamos, sin saberlo, para que redimiera nuestra imperfección tangible. En consecuencia, íbamos de desencanto en desencanto, de golpe en golpe, de herida en herida. Poco a poco, con dolorosa clarividencia, comprendimos que esas mujeres, esos sueños, esos espejos de feria, por tanto, eran mitos y que habíamos de conformarnos con lo seres que nos rodeaban, tan imperfectos como nosotros mismos. Es decir, tendríamos que cambiar el modo de mirarlas, de acariciarlas con nuestros ojos... Sin embargo, era hermoso que la perfección existiera, a nuestro lado: imperfección sublime.

domingo, 16 de agosto de 2009

MAÑANA AMANECERÁ. (I)

Las vidas desfilan delante de nosotros como diminutas y traslúcidas gotas de lluvia. Estas vidas que nosotros pretendemos granos de mostaza, si se comparan con la nuestra, siempre importante, siempre redentora de no se sabe qué, o quién, pero redentora, al cabo.
Las vidas.
¿Cuántas vemos pasar a nuestra vera? ¿Quizá miremos una? Y, sin embargo, todas confluyen, desembocan en los mismo: morir.
Simple y llanamente morir. No dramatizaremos, ni lloraremos. Es una realidad tan aplastante, que, por ella misma, vive, ante nuestros ojos. Acaso sea la única verdad inquebrantable. Sin embargo, no pensamos, o lo hacemos en menor medida, en ella, su recuerdo nos queda vestido de raso azul: tenue, alejado, esfuminado. Pero permanece, cotidiano, como el latido del corazón.

Este recuerdo que aún hoy me asusta y me da vértigo, como la sensación de gusto y miedo, a la vez, que entraña el pecado, es un recuerdo ácido, acre y amargo de algo vivido, en pequeñas partículas de rosas entristecidas...
El recuerdo de retazos juveniles que estuvieron a punto de aplastarse contra la destrucción infinita. Esos retazos que, durante mucho tiempo, se silueteaban en la Plaza, círculo de mil sonrisas y lágrimas, donde, sin excepción, aparecíamos todos, para hacer nada. Para demostrar que estábamos fuera, no sé si de nuestras almas, pero allí, esperando que aquel día fuese especial, lleno de inolvidables recuerdos que la pátina y el polvo del tiempo pudiese cubrir. Sin embargo, todos sabíamos que aquel sería como todos los demás momentos de nuestro palpitar en el asfalto: monótono y lento, aburrido y tedioso... Pasar el tiempo por pasarlo, por no permanecer en otro lugar. Igual que allí, podíamos estar en un bar, de hecho lo hacíamos, pero el dinero no nos sobraba, o en el cine, o en la discoteca, o en nuestra casa: era indiferente.
La tristeza del recuerdo, que muchas veces es presente, de una juventud aburrida por todo lo que le echan. Nuestro único consuelo era hacer planes. Soñar con que cada día sería nuestro. Eso nos daba extrañas fuerzas para que los labios se curvaran en una sonrisa. Hasta nosotros sabíamos, y sabemos, que algún día, al fin, ocurriría lo que habitualmente no pasaba...
Y algo muy triste pudo ocurrir, aunque eso no lo teníamos previsto...

La Plaza inserta en Euritmia. Euritmia pina, recoleta y pequeña. Euritmia con su luz, sus templos, sus bancos, sus bares, sus discotecas, su luz, sus euritmitanos, sus madrileños, sus extranjeros, su luz, sus colegios, sus militares, su barra americana, sus poetas, su luz, sus curas, su periódico, su emisora de radio, su luz...
El Puente, con su más de dos mil años, contemplaba/contempla los míos desde sus piedras cárdenas y grises; jóvenes y adultas; rectas y curvas; con sus juegos de luz y sombras. Esa leve mole flotante que observaba/observa, ayer y hoy, los besos callados de las parejas que en su Postigo se juraban/se juran amor eterno. ¿Cuántos enamorados habrá visto pasar desde sus arcos?.
El cielo azul o plomizo nos enmarca y nos protege y nos aplasta y nos redime... Es como el futuro que anhelábamos y temíamos, todo al tiempo.
Aquí, entre estas cosas, donde un joven, aprendiz de poeta, aprendiz de todo, vivía/vive, deambulaba/deambula, vegetaba/vegeta, ascendía/asciende al parnaso, o caía/cae al infierno: el universo entero era/es Euritmia, pues, un pedazo del todo es el todo, también.

Euritmia es la palabra que se me ocurre para hablar de mí. Cual mágico conjuro, digo Euritmia, y me convoco con mi historia a cuestas que comba mis espaldas; pequeña historia, sí, historia famélica, también, pero mía, al fin.
Ese joven que vieron las calles, que de niño quizá fuera empollón y pelota, porque, acaso, tuviera miedo, un miedo inconsciente y horrendo al fracaso, al ridículo...
Un niño sin amigos, solitario, encerrado en los libros y en los cuadernos de caligrafía que llenó y llenó, uno tras otro, a causa de la fealdad ilegible de su letra. Curiosa paradoja de quien soñaba ya con moldear las palabras.
A pesar de los cuadernos, ¿cientos?, mi letra seguía/sigue/seguirá siendo igual de horrible, qué se le va a hacer.
Un niño que, acaso, creciera sin notarlo, sin aventuras, sin sufrimientos excesivos, sin desbordantes alegrías, sin nada destacable, salvo una breve pelea en un portal oscuro y estrecho, frío y desvencijado. Un niño que un día, y eso sólo lo recuerda un lejano latido del corazón, con catorce años, se enamoró de una chica que entonces tendría unos dieciocho y un novio con más de veinte.
Un niño, que a esa misma edad, entró en la Asociación Juvenil del colegio, especie de congregación de jóvenes católicos, apostólicos y romanos que querían salvar, ¿o salvarse?, los últimos lugares de la pureza y la virtud; que hasta los diecisiete no salió de él para entrar en otro Club de las mismas características, pero con vocación ciudadana, no colegial; que quizá abandonara un par de años después.
Un niño que a los trece años ganó un premio por un relato navideño, y a los dieciséis se convirtió en poeta, y escribió dos breves obras de teatro, una se estrenó en su colegio, y publicó, a costa de su padre, un libro de poemas, y escribía en el único periódico local, y...
A veces pienso que he hecho tantas cosas. Quizá demasiadas. O ninguna... Y nunca he sabido por qué: quizá mi soledad, quizá mi vocación, quizá mi deseo de sobresalir en algo... Nunca lo he sabido, y, supongo, que nunca lo sabré. Moriré con la duda.

Todos estuvimos a punto de morir con nuestras indecisiones, nuestras preguntas y nuestras dudas a cuestas..

Sólo el relato de unos retazos juveniles, el recuerdo de las vidas que han vivido, y han pasado delante de mí, y que, por necesidad, acaricié con la mirada. El recuerdo de vidas jóvenes que, sobre todo, son vidas, pero que, otra paradoja, acaso la misma, están llenas de recuerdos vestidos de azul y raso...
Nada más que eso...
Recuerdos...

viernes, 14 de agosto de 2009

FRONTISPICIO

Antes de emprender viaje a Asturias, y a modo de prólogo del primer capítulo que verá la luz, si la técnia no falla, que no tiene por qué hacerlo, transcribo unos fragmentos de lo que escribí sobre esta novela en otra parte.
Lo escribí en febrero de 2004, y especificar ahora la fecha no es casual.

***

Nada más acabar de escribir Fin de trayecto, en julio de 2002, por descansar durante un par de días, que también aproveché para pasear mucho, leí El guitarrista de Luis Landero.
Esta novela me recordó el tono que yo había empleado cuando escribí Mañana amanecerá. Sólo el tono, quizá algo la personalidad y la edad aproximada del protagonista; pero nada más: ni argumento, ni estructura, ni lenguaje, ni asunto, ni calidad, por supuesto. Era, cómo decir, como una vaga atmósfera similar a otra por la que hace tiempo transitamos. Como sentir que ya hemos estado en un lugar que teóricamente es la primera vez que visitamos. A veces ocurre, que el ambiente de una casa se parece al de otra en la fragancia, o en determinada disposición de los objetos, o en ciertos gustos comunes. Esas leves similitudes se tornan, sin embargo, en profundos lazos que las anudan en un mismo sentimiento para siempre.
No tenía nada previsto para el resto del verano, nada en absoluto; digamos que estaba expectante ante mí mismo. La idea de Yaya Luz, seguía siendo un barrunto lejano. El caso es que me lancé, a continuación de acabar con El guitarrista, a una nueva lectura de Mañana amanecerá.
(…)
Recuerdo que cuando la leí aquella tormentosa y oscura tarde de un viernes de finales de julio, no me pareció tan mala, ni mucho menos. Incluso, algunos de sus fragmentos seguían teniendo fuerza, agilidad, belleza y emoción; probablemente la fuerza intuitiva y de grandes trazos que tienen los principiantes. Lo mejor, a mi modo de ver, seguía siendo el arranque. Quizá algo moroso; pero esa intimidad lentificada contrasta con el resto del relato. O mejor dicho, contrasta el ritmo cadencioso del protagonista, con la enervada sucesión de acontecimientos que mantienen en un puño al Planeta. A medida que el desquiciado argumento avanza, pierdo el control y, a veces, busco soluciones infantiles e improbables. O eso me parecía, hasta este año en que algunos trágicos acontecimientos reales casi me dan la razón.
(…)
En esta novela, como se deduce de lo anterior, reflexiono sobre la política y el mal en el mundo. Sobre el frágil equilibrio entre las superpotencias y que, en el fondo, todos los seres humanos estamos en sus manos. Sobre la fuerza que, al final, tiene el pueblo cuando toma una determinación. Sobre la capacidad mortífera y devastadora (como de plaga bíblica, pero de alcance planetario) que tienen las armas que disponen los gobiernos más poderosos. En realidad, lo que pretendo es colocar a los personajes en una situación límite y, a partir de ella, desarrollar sus posibles reacciones, tanto colectiva como individualmente.
Los sucesos de estos últimos años me ha dado la razón. No es que la novela sea profética. Ya no lo puede ser, gracias a Dios, pues cayó el muro de Berlín, y se hundió la URSS; pero el mensaje profundo no se ha alterado ni un ápice. Tanto es así, que algunas veces me pregunto de dónde me vino la inspiración. En los optimistas años noventa, justo con la caída del oprobio de Berlín, parecía que el mundo había entrado en una senda de paz. Parecía imposible una guerra global, internacional, y mucho menos mundial. Irak invadió Kuwait y el colectivo universal (es verdad que con los norteamericanos delante, pero con el apoyo incondicional de toda la ONU, eso no conviene olvidarlo) volvió a poner orden. Sin embargo, diez años después, empieza a ser peligroso tener un solo dueño real y efectivo del Planeta. Estamos en manos de las veleidades de ciertos grupos poderosísimos (fabricantes de armas, multinacionales del petróleo, multinacionales farmacéuticas, magnates de los medios de comunicación) que colocan a su antojo al fantoche que nos gobierna. El resto a rezar, o servir. Rezar para que la cosa no se complique más allá de lo que está; y a servir, para no formar parte de ese famoso eje del Mal. Cuidado, Siria. Precaución, Irán. Descansa en paz, Palestina...
Volvamos a la novela, que al fin al cabo en eso estaba.
Su reescritura supuso hermosos momentos de gozo. Sé positivamente que es casi imposible su publicación, por todo lo que vengo diciendo, pero me pareció enternecedora.
Pueril y enternecedora.
Quizá, con esta versión, haya adquirido más solvencia literaria. Tampoco estoy muy seguro. De lo que sí estoy seguro, es de que el personaje principal, el narrador, un trasunto mío de aquellos años, un alter ego casi clónico, ha crecido con fuerza y determinación. También estoy seguro de que alguno de los personajes que le rodean son más que creíbles. Algunas de las situaciones han adquirido fuerza. Otras, sin embargo, siguen siendo infantiles, casi de telenovela.
En esta versión profundicé en el conflicto emocional del personaje principal. (Por cierto, la aventura romántica es totalmente ficticia, a mi pesar, pues por aquellos años no fui correspondido, ni de cerca, por ninguna de mis amigas). Al final de todo el proceso, que ya digo no me llevó más de dos semanas, se ha tornado más en una novela de amor y guerra que otra cosa.

miércoles, 12 de agosto de 2009

PARTIDA DE NACIMIENTO.


La criatura acaba de nacer. Probablemente sea prematura, pero los médicos están dispuestos a poner todos los medios para que sea viable.
Que su vida sea duradera depende de muchos factores, y el principal será que no se me olvide que tengo que suministrarle alimentos, darle calor, acariciarle muchas veces...
Se trata aquí, a diferencia de su hermanito mayor, Pavesas y cenizas, de mostrar aquellos escritos un poco más veteranos que difílcimente verán la luz de otro modo. Escritos que tienen como protagonista, o al menos como fondo, esta ciudad, y que por su extensión, quizá no se acomoden al otro modelo.
Publicaré, con vuestro permiso, en primer lugar, la primera novela que escribí, Mañana amanecerá, con una periodicidad en principio semanal, salvo que se disponga otra cosa por vuestra parte.

Primera entrega, el próximo domingo 16 de agosto y finalizaremos, Dios mediante, el 31 de enero de 2010, o sea, veinticinco capítulos.
Nada más de momento, aquí está la nueva criatura que entre todos irá creciendo, espero.